Colecho a demanda

Noticia publicada el 16-07-2015

Con todo el amor y la inocencia del mundo, aprovechamos los meses de gestación para armar, decorar y pintar la habitación que ocuparía el nuevo integrante de la familia. No faltaba nada, la cuna, el mueble cambiador, una mecedora, una incipiente biblioteca con cuentos y fábulas infantiles, y hasta una pareja de vaquitas que observaban todo desde la pared.

¡Qué ilusión la de acostar allí al pequeño, leerle un cuento y dejarlo dormido, tranquilo, entre sus sábanas con puntillas, regalo de la abuela!

Como le suele ocurrir a los padres primerizos, después viene la realidad y nos da un guantazo para acomodarnos las ideas y hacernos caer en la cuenta de que todo lo imaginado y soñado se asemeja a la realidad en una pequeña, muy pequeña proporción.
Uno lee, lee y relee libros de autores de todo tipo, y escucha opiniones muy diversas de las personas que nos rodean. Es una época en la que la mayoría de nosotros está ávido de información. Por lo menos es lo que me pasó a mí, meses antes de nacer mi primer hijo, y meses después de que el pequeño retoño aterrizara en nuestro hogar.

Las dudas y los miedos nos llevan a confiar más en unas palabras escritas en unas páginas que en nuestros propios instintos y sentimientos. De ahí, que hemos pasado de dejar llorar al pequeño en la cuna en su habitación, porque pensamos que lo que realmente quería era tomarnos el pelo, hasta adosar una cuna a la cama matrimonial creyendo, ilusamente, que la criaturita respetaría esa línea imaginaria que divide los espacios y nunca terminaría cruzándose en medio de sus progenitores, hasta hacer, incluso, que uno de ellos termine durmiendo en esa cuna.

Mil y una técnicas para dormir aplicadas que sólo lograron dos cosas, sacarnos de quicio a nosotros y alterar aún más al pequeño. Al final, nadie descansaba, y al día siguiente se podía hacer un asaderito con los humores reinantes en el hogar.

Empezamos a preguntarnos por qué teníamos que seguir al pie de la letra las indicaciones de los libros, de los blogs, de la familia o de los amigos. Si el cuerpo nos pedía otra cosa ¡pues adelante!

Fue entonces cuando comenzamos a colechar. ¿colequé? La definición dice:

“...el colecho o cama familiar es una práctica en la que bebés o niños pequeños duermen con uno o los dos progenitores.Se practicó ampliamente hasta el siglo XIX en Europa hasta que las casas comenzaron a tener más de un dormitorio y los niños su propia cuna.
En muchas partes del mundo el colecho se practica simplemente para mantener al niño caliente durante la noche.  En nuestra cultura occidental, el colecho está siendo reintroducido por los partidarios de la ‘crianza con apego’, que lo incluyen entre las prácticas naturales para una crianza saludable y feliz de los niños...”

En realidad no estábamos inventando nada, incorporamos una cama tamaño estándar en la habitación del pequeño, pegada a la cuna. Esta cama nos permitía tres cosas fundamentales:
• Primero, dormir junto al pequeño en su habitación si era necesario.
• Segundo, si el pequeño se dormía en su cuna por la noche, podíamos acudir (y seguir durmiendo junto a él) cuando nos reclamaba por las noches, ya sea porque necesitaba compañía o tomar la teta.
• Y tercero, si el niño se dormía en ‘nuestra’ cama, cualquiera de nosotros podía recurrir a la cama de esa habitación y seguir con el sueño, dejando al otro al cuidado del pequeño.
Es decir, en esta especie de tetris del sueño, era una intriga saber cómo nos iríamos a la cama y mejor aún, nunca sabíamos dónde nos levantaríamos.

Y digo ‘nuestra’ entre comillas, porque ese sentimiento de pertenencia del lecho se fue perdiendo poco a poco. De hecho la habitación matrimonial cambió, la cama se pegó a la pared y todo elemento decorativo, con filo, en punta o de cristal, desapareció.

Cuando dejamos de preocuparnos por el lugar en el que debía dormir cada uno, y priorizamos adaptarnos a las necesidades del bebé, la cosa marchó mejor y se ordenó. Descansamos mejor, nos levantábamos menos irritados y la relación entre nosotros mejoró. Ya no queríamos matarnos por la mañana.

Las relaciones sexuales se volvieron más interesantes, porque como el niño dormía en distintos lugares, nosotros disfrutábamos descubriendo nuevos sitios dentro de la casa, escabulléndonos en horarios intempestivos, a oscuras y rapidito, vamos, sexo ninja* en toda regla.

Hay indicaciones muy interesantes de la OMS (Organización Mundial de la Salud) sobre el colecho, o libros sobre el sueño como ‘Dormir sin lágrimas’ de Rosa Jové, por citar algunas de las fuentes a las que recurrimos para informarnos un poco más. De tantas referencias fuimos quedándonos con lo que nos pareció mejor, y adaptándolo a los distintos momentos de nuestra vida cotidiana, a nuestra realidad.

Esta filosofía del sueño familiar la aplicamos también con la pequeña. Cuando llegó al hogar, el niño ya tenía 3 años y dormía ya, casi todos los días en su cama (aunque algunas mañanas me despertaba con él a mi lado o yo a su lado). Al igual que con el mayor, no nos preocupamos de quién dormía con quién y en dónde. Si bien, y como es lógico, desde el principio y durante el tiempo que duró la lactancia materna, la bebé dormía con su madre, ese hecho podía ocurrir en cualquiera de las habitaciones y camas. En dónde se sintieran más cómodas en cada momento.

En esta época, mi función como padre era generar el ambiente más agradable posible para la madre y la bebé, por lo que se acentuó mi presencia como compañero de sueños de nuestro hijo mayor, al igual que en otros aspectos de su vida. Un pensamiento recurrente era: “si como padre me gusta compartir con mi hijo sus ratos de juego, las comidas, el momento del baño y los paseos... ¿por qué no compartir los momentos de descanso?” Por otro lado, aprovechar estas edades en las que todavía nos dejan (incluso nos piden) darles mimos y caricias.

El tiempo fue pasando y ahora los niños identifican y se acuestan cada uno en su cama, con 6 y 3 años. Los acompañamos hasta que caen dormidos, leyéndoles un cuento o simplemente tumbándonos a su lado. Algunas mañanas amanecemos con un ocupa en nuestra cama. Eso que nos decían de que “no los sacarás más de tu cama” o ”no se acostumbrarán a dormir solos”, no se ha cumplido, en nuestro caso. Siempre me acuerdo una frase de Carlos González, de no se exactamente qué libro (me he leído unos cuantos) en la que dice algo así como que “no conoce a ningún niño de 18 años que duerma con sus padres”.

Creo que no hay proformas para definir cómo será el sueño de nuestros hijos y cada niño es un mundo. Nosotros mismos no somos iguales cada día, cada mes o cada año. Vamos viviendo, cambian nuestras necesidades y nuestros recursos. Tal vez la expresión ‘dejarse llevar’ suene demasiado sui generis, pero dentro de unos parámetros de seguridad básicos, practicar el colecho de esta manera me ha llevado a disfrutar mucho esta etapa de la crianza.

Mientras escribo estas líneas me viene a la cabeza una historia verídica que sufrió, en carne propia, mi amigo Javier F. cuando su hijo sólo tenía tres añitos. Una de las noches en las que el padre intentaba que su hijo se durmiese sólo en su cama, le soltó:  “Por qué yo que soy más pequeño duermo solo y tú, que eres más grande, duermes con mamá? ¿Tienes miedo?”.

Respetar los tiempos y las ganas de los pequeños, escucharlos y entender sus necesidades a la hora de dormir, adaptarlas y ajustarlas a las mías y a las de mi pareja, es lo que he llamado Colecho a Demanda

Leandro Trilnick
Papá de un par
Paternando.com

*sexo ninja: rápido, silencioso y a oscuras.

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