Acompañar a una embarazada

Noticia publicada el 28-11-2017

Es esencial la idea de compartir, de ayudar pero sin invadir al otro,
de ir juntos en busca de metas y, a veces, estar ‘sin estar’.

 

Parecieron horas esos segundos que pasaron hasta que aparecieron las dos rayas rosadas ¡El test de embarazo era positivo! Nos miramos… Él y yo saltamos de alegría. Llorábamos de felicidad. Nos besamos, nos abrazamos, nos reímos a carcajada limpia. Nuestro sueño empezaba a hacerse realidad. Pocas semanas después nuestra tocóloga nos mostraba en la ecografía el vigoroso latido del corazón de nuestro pequeño embrión, dentro de su saco gestacional perfectamente conformado. Un extraordinario entusiasmo nos invadió intensamente. Fue en ese momento cuando decidimos compartir la primicia con nuestros seres queridos. La alegría rebosaba a nuestro alrededor.

Un día sangré. Poco. Marrón. La noche anterior tuvimos relaciones sexuales. Sabía que todo iba bien. En la consulta, nuestra tocóloga nos confirmó que el embarazo seguía su curso normal estupendamente. Aún así, un aura de inquietud comenzó a invadir a nuestros allegados que, con un anhelo incansable de protección, se desvivieron por hacer absolutamente todo por mí, asegurándose de que yo no realizara el más mínimo esfuerzo, así fuera hacer una simple ensalada. Esa situación me abrumaba, ya que me encontraba en perfectas condiciones… al fin y al cabo, no estaba enferma, simplemente, encinta. Mis días de caminatas en la naturaleza, mis deportes, mis bailes, mis actividades, que tan radiantemente acostumbraba a hacer diariamente, poco a poco fueron haciéndose menos frecuente, pues mis queridos familiares y amigos me aconsejaban que si quería que la gestación siguiera adelante normalmente, debía parar. Y, luego, contaban las historias de todas sus conocidas que habían comenzado de manera similar y habían tenido un desafortunado desenlace.

No quería que a nosotros nos pasara lo mismo. Si algo inesperado sucediera a nuestro tan deseado bebé me iba a sentir profundamente culpable.

Comenzó el segundo trimestre. Cada visita a nuestra matrona y nuestra tocóloga reafirmaban lo que yo intuía en cada momento, la sana evolución de mi gestación.  Sentía una dicha enorme y un ferviente deseo de disfrutar junto a mi pareja, de la maravillosa sensación de un nuevo ser que se engendraba en mi interior.

Ya no sangraba. No obstante, las diversas opiniones continuaban rondándome a cada paso ¡Estás loca! ¿Cómo vas a ir por ese sendero? ¿Y si te caes? Ya lo hago yo, tú no puedes coger peso  ¿Cómo vas a hacer tanto esfuerzo? ¿Y si empiezas con contracciones y tu parto se presenta antes? ¿O si rompes la bolsa prematuramente, por hacer cosas que no tienes que hacer?

Me encontraba en medio de una disyuntiva. Presentía que, si me escuchaba, mi cuerpo me diría en cada momento hasta donde podía llegar. No pretendía ser una superwoman, pero sí gozar en paz de esa única experiencia. Pero… ¿y si era verdad lo que me contaban? ¡Lo único que ansiaba es que mi bebé estuviera bien!

Afortunadamente, a mi lado, permanecía, fuerte y valiente, mi compañero. Tras una sincera y profunda charla, sopesamos la situación. Era nuestro primer bebé, sin embargo, confiábamos en lo que observábamos día a día y en las recomendaciones de las profesionales.

Continuamos con nuestros paseos al aire libre, disfrutando de los paisajes maravillosos que acostumbrábamos a visitar antes del embarazo; por rutas que llevaban a fantásticos lugares que nos alegraban el alma. Nuestros deportes, mis bailes. Nos repartíamos las tareas de la casa según lo que yo podía asumir en cada momento, a medida que avanzaban los meses. Fue nuestro secreto. A veces, echaba de menos no poder compartir con los demás determinados eventos que me hacían sentir plena. Era mejor así. En ese momento, no deseaba luchar en contra de los criterios de otras personas y mucho menos convencer a nadie de los míos. Solo estar tranquila.

Fueron pasando las semanas. Cada vez me encontraba un poco más pesada, un poco menos ágil y con ganas de conocer en persona a nuestro bebé. Aún así, éramos felices. La gestación seguía su rumbo natural. Aunque ya ”estaba cumplida”, el bebé aún no había decidido nacer. Una vez más, tuve que enfrentarme a los comentarios ¿Aún no ha nacido? ¿Y si se ha quedado sin líquido? Me han dicho que la placenta se envejece y deja de llegarle alimento al feto. Si no te pones de parto ya, ¿por qué no pagas para que te hagan una cesárea programada? que te lo saquen y te ahorras los dolores...

Pocos días antes de las 42 semanas, comencé a tener contracciones cada vez más frecuentes. Había llegado el momento. Todo estaba bien, así que los dos esperamos en casa hasta que las contracciones fueron aún más seguidas y más intensas. Cuando decidí que era momento de ir al hospital, mi pareja me acompañó hasta el coche que estaba listo, fuera de casa y, con mucho cariño, me ayudó a entrar. Puso la música que tenía preparada con canciones que habíamos elegido para ese momento. Al llegar, nos esperaba nuestra matrona, muy sosegada, con una sonrisa en la boca.

Un familiar, vecino, nos vio salir de casa, se percató de mis jadeos e intuyó, así, que me había puesto de parto. Por decisión propia, anunció el evento a todos los familiares y amigos que pronto hicieron acto de presencia en la sala de espera. Tras varias horas y mucha insistencia por parte de los acompañantes que permanecían fuera, mi compañero salió a “informar”. Las voces atropelladas le decían: ¿Podemos entrar? ¿Queremos verla y hablar con ella?. ¡Ya lleva demasiado tiempo y no ha parido! ¡puede ser peligroso! ¡Pobrecita, espero que le hayan puesto la epidural ya, porque es el peor dolor que puedas tener!, si no, no creo que aguante mucho más...

Cuando volvió al paritorio, sin hablarnos, sentí una brisa de preocupación en él que, a mí, me angustió. Por suerte, tras un tiempo, conseguí desviar mi atención de esa huella de intranquilidad y, así, poder concentrarme en el proceso del parto hasta que nació nuestra linda criatura.
Por fin, daba la impresión de que todo juicio a nuestro alrededor, iba a terminar, mas no fue así. Nuestros allegados, además, contaban con criterios propios sobre la lactancia y la crianza; los cuales compartían gratuitamente y sin censura, en cualquier momento; con lo cual no fue fácil lidiar en plena revolución puerperal. A pesar, de notarme colmada de buena información acerca de esos temas, muchas veces lograban hacerme dudar, de mí misma, de mi bebé, de lo que sabía. Presiento que, en ocasiones, no hubiera sido posible  esquivar ese bombardeo de diversidad de criterios si no hubiera sido por el apoyo y protección, sobre todo, por parte de mi pareja y de aquellos pocos familiares y amigos más empáticos que respetaron mis decisiones y pensamientos en cada momento y, aún no estando de acuerdo con ellos, supieron aceptarme, sin pretender generar un conflicto por la disparidad de ideas.

Acompañar a una embarazada, parturienta, puérpera simboliza el arte de permanecer observando, escuchando sus necesidades, miedos, inquietudes. Entendiendo. Dejando a un lado el ego, aprendiendo a intervenir solo en los momentos oportunos y a mantenerse al margen cuando sea necesario. Deshacerse del afán de protagonismo, pues si hay alguien importante para una mamá en estos momentos es ella misma y su bebé. Comprender, antes de emitir ninguna sentencia, que cada mujer, cada embarazo, cada bebé son un mundo… un mundo amplio, diverso, único e irrepetible, por lo tanto, lo que le haya sucedido a otra madre, no tiene, necesariamente porqué repetirse. Percibir, sin juzgar, la revuelta emocional de la mujer. Manteniendo, sin necesidad, de infantilizar, una actitud de apoyo absoluto y confianza plena en su cuerpo, en la naturaleza y en la vida.•
 
Sara Correa González
Gineco-obstetra

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